miércoles, mayo 25, 2016

Breve reflexión sobre el Ministerio del Tiempo

En este nuevo flujo televisivo fragmentado, hipertextual, viral si se quiere, parece extraño pero sigue ocurriendo el mismo encantamiento alrededor del televisor: la convocatoria. 



Hacía mucho tiempo que esto no pasaba en el salón propio y es de honestos reconocer que El Ministerio del Tiempo (TVE) se convirtió en cita ineludible cada lunes que nos llamaban a ello. 

Todos los capítulos sin excepción han dejado algo dentro, como esas películas que de niño te descubrían nuevas formas de ver el mundo, nuevas maneras de contar o nuevos paisajes.

El Ministerio del Tiempo ha sido como un big bang televisivo con su universo expandiéndose por todos los lados. Miles de críticas positivas, premios (la mayoría aún por caer), fanarts con los ministéricos detrás, incluso un libro publicado desde la privilegiada mente de la chica que más sabe de televisión en España como es la profesora Conchi Cascajosa. 



No nos hemos documentado para escribir estas líneas pero la repercusión de la serie ha llegado a la universidad a una velocidad brutal para la perspectiva reposada que hay que tener a la hora de analizar los temas. Pero El MdT ha arrasado con todo. Ha hecho de su virtud necesidad de estudio. 

Quizá la primera serie con un auténtico o al menos visible showrunner en España. Javier Olivares llevando las riendas suyas y también ya las de su hermano, que lamentablemente se fue, avisando y demasiado pronto (seguramente ahí nació el Tiempo). 

Una serie con un potentísimo guión. Para los que nos gusta escribir nos encanta que una historia nos sorprenda, nos seduzca y nos deje KO en nuestras conjeturas. Quizá sea un Ministerio del Tiempo donde el viaje temporal se antoja su McGuffin particular. De hecho las paradojas temporales siempre llevan al enredo de los que insanamente se quedan sólo a escudriñar los lapsus o defectos. El MdT va más allá: es un viaje para proponernos un juego. Un juego con tantos niveles narrativos como puertas han de atravesar sus poco avezados protagonistas. Una serie que, sin perder su trama principal y subtramas interpela constantemente al espectador, no sólo Felipe II (Carlos Hipólito) en el último capítulo. El reto metatelevisivo, autorreferencial con el propio medio, con el propio lenguaje audiovisual, con la historia de la televisión en España engarza grácilmente con la historia también de España. Pero para contarnos qué.

Se podrán hacer cientos de lecturas, re-lecturas y reelaborar conclusiones una y otra vez. Aquí nos atrevemos a decir que El Ministerio del Tiempo nos habla de la soledad del Hombre. El ser humano errando por su historia en espiral. Una espiral por la que vaga y cambia de época para volver a la misma sin poder cambiar nada o cambiando sin saber lo que cambia. Un viaje donde por más misiones y puertas que atravieses te lleva al mismo punto: tú y tus circunstancias, que decía aquel.

Comenzamos la serie comprando el punto de vista de Julián, contemporáneo nuestro. Compartimos su aflicción y sus chascarrillos. Y según avanza la historia tanto el soldado Alonso como la sabionda de Amelia nos acaban atrapando. Nos atrapan sus incertidumbres, que también son las nuestras. Porque somos frágiles. La entereza de Amelia y su drama personal es, sin duda, una de las líneas más sólidas y profundas de la serie, siempre recordándonos la certeza de la muerte.

La serie intenta, dentro de esta fiesta audiovisual, mantener un equilibrio entre las tramas personales, las episódicas-autoconclusivas y las serializadas; también entre el tono dramático y el cómico. Quizá en algún capítulo, como el de "El monasterio del tiempo" de la segunda temporada, está a punto de quebrarse hacia la risión. Pero por encima de todo transpira un trabajo brutal en todos los aspectos. Vemos a gente disparar de verdad, heridos de verdad, gloria y muerte de verdad, entornos naturales aprovechados, postproducción que nos permite ver navíos, acueductos a medio hacer y mucho románico. 

No participamos de continuar la narración fuera del relato televisivo. Vemos el capítulo y lo demás no nos interesa. No somos muy dados al concepto transmedia, vaya. Pero sí si como transmedia incluimos la exposición en la Universidad Carlos III de Madrid, los making-of o el arrasador seguimiento en Twitter.  

En definitiva estamos ante algo más que una serie excelente, estamos ante un cambio de paradigma. 





martes, mayo 10, 2016

Una muerte improvisada

Volvemos por el blog. Ese espacio de escritura en el aire, volátil, corregible. Volvemos para hablar de literatura. No somos críticos literarios, ni tenemos toda la Historia del Arte a mano ni metida en la tocha. Somos lo que somos, pero leemos con gusto.

Dicho esto, anoche volteamos la última página de "Una muerte improvisada" (Juan Solo, 2015) editado por Cloverdale. De esos libros blanditos que da gusto manosear.

"Una muerte improvisada" es, ante todo, una novela de las que atrapa. Podríamos decir, si atendemos a su contenido, que nos encontramos con una novela policíaca, costumbrista, negra y todo eso que sirve para clasificar y acotar y que normalmente limita pero ayuda a la hora de colocarla en una sección de la librería u otra.

No queremos clasificarla. Mejor.

Es una historia muy bien contada, muy audiovisual, con un personaje muy de western, perfiles psicológicos bien trazados, emoción. Con un montaje paralelo, que patentó para el cine D. W. Griffith y que, como en aquellos films, convierte el relato en una montaña rusa de tensión. 



Juan Solo se estrenó en esto de la novela con "El hombre sin brazos" (2013). Una historia también brillante que sin embargo sufría, como el reconocido guionista Carlos Molinero cuenta en sus seminarios sobre las historias a las que se enfrenta él mismo, en el medio. En todas las historias pasa algo en el medio. Sabemos cómo vamos a empezar y cómo queremos terminar (no siempre) pero "en medio" pasa algo y se sufre por ello. Juan resuelve muy bien ese sufrimiento pero al menos este que escribe lo notó al leerlo. 

En "Una muerte improvisada" la estructura narrativa es simplemente brutal. Leyendo "Una muerte improvisada" se recuerdan las primeras de Pérez Reverte igual que con "El hombre sin brazos" al embrujado detective de Eduardo Mendoza. Pero ante todo está mi estimado Juan Solo. Su voz camuflada en cada uno de los personajes, viviendo vidas que en parte son suyas y en parte de otros. Retratando, observando, jugando con las palabras, con ganas de escribir bien. 

Y de entre todas las voces de "Una muerte improvisada" nos obliga casi a quedarnos con una, de la que aprendemos a vivir y a emocionarnos. Al menos anoche, a las 5:00, tuvimos que pasarnos el dedo por la pestaña inferior y recoger alguna lágrima, por lo vivido junto a sus páginas y por lo que se termina. 

"Through the desert of truth"








La respiración contenida

De un día para otro vino la hostia y cortó la respiración. Un virus malo, malísimo, llega, se expande, mata, colapsa. De un día para ot...