De un día para otro vino la hostia y cortó la respiración. Un virus malo, malísimo, llega, se expande, mata, colapsa.
De un día para otro la vida cambió.
Todos confinados, palabras nuevas al vocabulario.
Todos jodidos: los que tienen Netflix, los que tienen un yate, los veganos, los de chuletón, los pequeños, con sus anhelos intactos, los mayores, con su paz jubilada revuelta, los de en medio, mirando de reojo a ambos lados. Unos con mascarilla, otros con guantes, otros tosiendo y sacando pecho mientras el perro caga en la acera.
Y de pronto los refranes dejan de tener sentido: ni las mil lluvias de abril ni el sayo de mayo nos interesan lo más mínimo.
Y el hombre del tiempo se afana en defender su puesto, casi al borde de un ERTE.
Y nadie sabe lo que va a durar esto, nadie sabe cómo flotar. Y por eso, sobre todo, estamos con la respiración contenida.
Y como si un estallido nos hubiera bloqueado los sentidos, y un pitido infernal nos dejara sin oídos, intentamos mantener el equilibrio, recomponernos, volver.
Y nos volcamos a hacer cosas, a proponer cosas, a aparentar que todo sigue igual, que no pasa nada. Intentamos hacer vida normal dentro de la anormalidad. Intentamos recrear, de otra manera, las cosas que hacíamos antes. Y hacemos cocido sin punta de jamón, amasamos pan en vez de comprarlo o pedimos vino por Amazon en lugar de libros.
Y ofrecemos alternativas a lo que hacíamos: los profesores se ven obligados a evaluar sin ver, los cómicos a hacer reír sin público y los bares a hacer hamburguesas con los taburetes vacíos. Estamos en una vida para llevar, una vida donde no hay nadie enfrente.
Y así pretendemos recrear la existencia que conocemos, la que conocíamos, porque la que hay nos da miedo, y la que viene nos da desasosiego.
Disimulamos vivir. Porque respiramos conteniendo la respiración.
Y así, en apnea, pasamos los días, sin apenas llamarnos, sin apenas contacto más que con nuestro core familiar, nuestro núcleo. Ese grupo de personas que hemos decidido que están en nuestro equipo de grandes emergencias. Esa gente de la que de alguna manera quieres, aunque no puedes, hacerte responsable. Piensas que, si uno cae, el virus ha ganado.
Y te informas, para trasladar recomendaciones.
Y haces videollamadas, porque necesitas ver las caras.
Y te preocupas hasta quedarte sin sueño: por los tuyos, por todos, por lo que vendrá.
Y como no hay presente ni hay futuro, nos agarramos al pasado. Y compartimos fotos de ayer, conciertos de verano, canciones de hace décadas. Nos aferramos a lo que fuimos porque no sabemos lo que ahora somos.
Y nos asomamos al balcón como si fuera salir a la calle. Y cuando por fin salimos a la calle, intentamos fingir que damos un paseo, cuando lo que hacemos es transitar por un videojuego de distancias sociales y toses de gente sin proteger, ajena a todo el aluvión de información y advertencias, ajenos a la vida. Nuestra vida, que siempre dependió del otro, ahora nos parece así en cada movimiento.
Y tú, que eres misántropo de entre semana, que te basta un portátil y algo que contar para que se pasen las horas, sabes que necesitas al mundo. Necesitas que los demás también estén ahí fuera haciendo sus cosas. Como en un bar de copas lleno de gente que pide música que no te gusta, hablan fuerte y huelen mal, sobre todo ahora que no se fuma dentro. Pero necesitas que estén, que hagan ambiente, que formen eso que se llama sociedad.
Y en una sociedad en suspenso las emociones se vienen arriba. Y unos lloramos por todo, otros odiamos por todo, y la mayoría intenta mantener el vínculo con todo. Y todo, sin darnos ya cuenta, con la respiración contenida.