martes, septiembre 02, 2008

La memoria histórica

Tardé muchos años en encontrarle tras búsquedas intermitentes en mis viajes al pueblo. Visitas a archivos parroquiales, registros civiles, archivos militares.
Consultas a familiares cercanos, vecinos, conocidos.
Al principio fue difícil: nadie quería hablar del tema. Algunos me miraban como diciendo "ahora vienes con esas".
Me estremecía pensar que tocando aquellas fichas de dominó podría estar uno de sus verdugos, o al menos algún instigador, o simplemente alguien que se alegró de su muerte. Pero a los viejos muy viejos, como a los niños muy niños, no se les adivina la maldad. De hecho, se les presupone siempre bondadosos.

A mi abuelo lo "pasearon", mi madre lo recuerda todos los diez de julio, muy tarde. En 1944.

Unos me contaron que se lo llevaron, con dos más, hacia la salida que está hacia el sur. Por otros conseguí saber que había caído, ya tiroteado, por un terraplén. Y que algún labriego, entre el miedo y la compasión, lo cubrió con algo de tierra tras encontrarle casualmente al día siguiente. No logré localizar a este buen hombre, ya me hubiera gustado.

Mi abuelo nunca levantó mano ni puño. Dicen, y las fotos que conservo así me lo confirman, que era muy guapo y que andaba un poco enredado amorosamente. Algunos apuntan a los celos, envidias o cuernos como motivos por los que a algún denunciante se le metió entre ceja y ceja.

Cuando descubrí a mi abuelo desenterré sus huesos con mimo, como intentando curar sus heridas a cada movimiento, cuidándolo ahora que "los malos" no estaban y no podían imponer su voluntad. Como intentando protegerle aunque fuera sesenta y tres años después.

Los limpié y puse en un azafate de paja, que envolví con cuidado en una chaqueta de punto. Y así, como si de un bebé se tratase, lo acuné pegado a mi pecho. No sé porqué comencé a tararear "La Tarara"...
...

Puse sus restos en el asiento delantero, a mi lado, y regresé a nuestra casa, que era la suya, y se los entregué a mi madre. Nunca me he sentido más orgulloso que entonces.

Preparamos café y sacamos anís. Le velamos toda la noche. Una foto en la cabecera de la cama y en ella un ataúd con los restos en su interior. Mi madre no se separó ni un segundo de él.

Yo iba y venía; atendiendo a los familiares y amigos que venían a darnos el pésame. Mucha gente. Casi todo el pueblo presentó sus respetos, unos santiguados y otros con sentidas inclinaciones.

Ya por la mañana salió la comitiva hacia el cementerio. Hacía algo de fresco, pero se estaba bien. Lloramos mucho cuando el párroco dio por concluída la ceremonia y los enterradores comenzaron su trabajo.
-¡Era un chiquillo, era un chiquillo!- balbuceaba su hija a cada paso que nos alejábamos. Mi tío la consolaba.

Yo salía por la puerta del camposanto cuando me paré, por gusto, a coger una oliva de una rama que sobresalía por encima de la tapia. Podrá parecer una locura pero aquella oliva estaba rajada, aromatizada y preparada con salmuera.

Y al morderla su jugo se unió, para siempre, con el jugo de su memoria.

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